“ Illumina Domine Vultum Tuum super nos ”

martes, 24 de julio de 2012

Sobre la comunión en la mano

Escrito por Mons. Malcolm Ranjith

En el libro del Apocalipsis, San Juan cuenta que, habiendo visto y oído aquello que le había sido revelado, se postraba en adoración a los pies del Ángel de Dios (cf. Apc 22:8). Postrarse o arrodillarse en humilde adoración ante la majestad de la presencia de Dios era un hábito de reverencia que Israel manifestaba siempre delante de la presencia del Señor. En efecto, dice el primer libro de los Reyes: «Cuando hubo acabado Salomón de hacer esta oración y súplica, se puso de pie delante del altar del Señor, donde estaba arrodillado, y con las manos tendidas al cielo, puesto en pie, bendijo a toda la asamblea de Israel» (1 Reyes 8:54-55). La postura de la súplica del Rey es clara: él estaba arrodillado delante del altar.

La misma tradición se encuentra también en el Nuevo Testamento, donde vemos a Pedro ponerse de rodillas delante de Jesús (cf. Lc 5:8); a Jairo, para pedirle que cure a su hija (Lc 8:41); al Samaritano, cuando regresa para agradecerle su curación; y a María, hermana de Lázaro, para pedirle la vida de su hermano (Jn 11:32). La misma actitud de postración delante del estupor de la presencia y revelación divinas se nota por todas partes en el libro del Apocalipsis (cf. Apc 5:8, 14 y 19:4).

Estaba íntimamente relacionada con esta tradición la convicción de que el Templo santo de Jerusalén era la Casa de Dios y, por lo tanto, era necesario disponerse en él en actitudes corporales expresivas de un profundo sentimiento de humildad y de reverencia en la presencia del Señor.

También en la Iglesia, la convicción profunda de que bajo las especies eucarísticas el Señor está verdadera y realmente presente, y la creciente praxis de conservar la santa comunión en los tabernáculos, contribuyó a la práctica de arrodillarse en actitud de humilde adoración del Señor en la Eucaristía.

Efectivamente, al respecto de la presencia real de Cristo bajo las especies eucarísticas, el Concilio de Trento proclamó: «En primer lugar, enseña el santo Concilio, y clara y sencillamente confiesa, quedespués de la consagración del pan y del vino, se contiene en el saludable sacramento de la santa Eucaristía verdadera, real y substancialmente nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo las especies sensibles de pan y de vino» (DS 1651: Sesión XIII, Cap. II).

Además, Santo Tomás de Aquino ya había definido la Eucaristía como «latens Deitas» (Himno Adoro Te, devote). La fe en la presencia real de Cristo bajo las especies eucarísticas pertenecía ya entonces a la esencia de la fe de la Iglesia Católica y era parte intrínseca de la identidad católica. Era evidente que no se podía edificar la Iglesia si esa fe fuese mínimamente menoscabada. 

Por lo tanto, la Eucaristía, pan transubstanciado en Cuerpo de Cristo y vino en Sangre de Cristo, Dios en medio de nosotros, debía ser acogida con estupor, máxima reverencia y actitud de humilde adoración. El Papa Benedicto XVI, recordando las palabras de San Agustín «nemo autem illam carnem manducat, nisi prius adoraverit; peccemus non adorando» (Enarrationes in Psalmos 89, 9 ; CCLXXXIX, 1385) subraya que «recibir la Eucaristía significa ponerse en actitud de adoración hacia Aquel que recibimos, (...) sólo en la adoración puede madurar una acogida profunda y verdadera» (Sacramentum Caritatis, 66).

Queda claro que, para quien sigue esta tradición, se vuelve coherente e indispensable asumir gestos y actitudes del cuerpo y del espíritu que facilitan el silencio, el recogimiento, la humilde aceptación de nuestra pobreza delante de la infinita grandeza y santidad de Aquel que nos sale al encuentro en las especies Eucarísticas. El modo mejor para expresar nuestro sentimiento de reverencia hacia el Señor Eucarístico era el de seguir el ejemplo de Pedro que, como nos cuenta el Evangelio, se arrojó de rodillas delante del Señor, y dijo, «Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador» (Lc 5:8).
Ahora bien, se nota que en algunas iglesias, tal práctica se hace cada vez más rara y los responsables no sólo imponen a los fieles recibir la Sagrada Eucaristía de pie, sino que incluso han sacado los reclinatorios, obligando a los fieles a permanecer sentados o de pie, incluso durante la elevación de las especies Eucarísticas presentadas para la adoración después de cada consagración. Es extraño que tales procedimientos hayan sido adoptados, en las diócesis, por los responsables de la liturgia, y en las iglesias, por lo párrocos, sin la más mínima consulta a los fieles, aunque hoy se hable más que nunca, en ciertos ambientes, de democracia en la Iglesia.

Al mismo tiempo, hablando de la comunión en la mano, es necesario reconocer que se trató de una práctica introducida abusivamente y a prisas en algunos ambientes de la Iglesia inmediatamente después del Concilio, cambiando así la práctica anterior de siglos y siendo impuesta enseguida como la práctica regular para toda la Iglesia. La razón aducida para tal cambio era que, supuestamente, reflejaba mejor el Evangelio o la antigua práctica de la Iglesia.

Parece ser correcto decir que, si se recibe en la lengua, también se puede recibir la Eucaristía en la mano, porque ambos órganos del cuerpo tienen la misma dignidad.  Incluso, algunos, para justificar tal práctica, se refieren a las palabras de Jesús:  «Tomad y comed» (Mc 14:22; Mt 26:26).

Cualesquiera sean las razones que se aduzcan para sostener esta práctica, no podemos ignorar lo que sucede, a nivel mundial, en todas partes adonde se adopta la comunión en la mano. Pronto gesto contribuye a una gradual y creciente debilitación de la actitud de reverencia hacia las sagradas especies eucarísticas. La praxis anterior, en cambio, preservaba mejor ese debido sentido de reverencia.

Adonde se ha introducido la comunión en la mano se ha sucedido enseguida una alarmante falta de recogimiento y un espíritu general de distracción. Ahora, por ejemplo, se ven comulgantes que frecuentemente regresan a sus asientos después de comulgar como si nada de extraordinario hubiera ocurrido. Aún más distraídos se ven los niños y adolescentes. En muchos casos, no se nota ese sentido de seriedad y silencio interior que deben señalar la presencia de Dios en el alma.

El Papa habla de la necesidad de no sólo entender el verdadero y profundo significado de la Eucaristía, sino también de celebrarla con dignidad y reverencia. Nos enseña que debemos ser conscientes «de los gestos y de las posturas, como el arrodillarse en los momentos prominentes de la oración eucarística» (Sacramentum Caritatis, 65). Además, hablando de la recepción de la sagrada comunión, invita a todos a «hacer lo posible para que el gesto, en su simplicidad, corresponda a su valor de encuentro personal con el Señor Jesucristo en el Sacramento» (Sacramentum Caritatis, 50).

En esta perspectiva, es de apreciar la obra escrita por S.E. Mons. Athanasius Schneider, Obispo Auxiliar de Karaganda en Kazaquistán, con el muy significativo título, «Dominus Est». El mismo quiere dar una contribución a la actual discusión sobre la Eucaristía, presencia real y substancial de Cristo bajo las especies consagradas del pan y del vino. Es significativo que Mons. Schneider inicie su presentación con una nota personal recordando la profunda fe eucarística de su madre y de otras dos mujeres—fe conservada en medio de tantos sufrimientos y sacrificios como los que tuvo que padecer la pequeña comunidad de católicos de aquel país en los años de la persecución soviética. Partiendo de esta experiencia suya, que suscitó en él una gran fe, asombro y devoción por el Señor, presente en la Eucaristía, él nos presenta un excursus histórico-teológico que aclara cómo la práctica de recibir la sagrada comunión en la boca y de rodillas fue acogida y practicada por la Iglesia durante un largo período de tiempo.

Yo creo que ha llegado la hora de valorar bien la mencionada práctica; y de revisar y, si es necesario, abandonar la práctica actual, que de hecho no fue solicitada ni por la Sacrosanctum Concilium, ni por los Padres Conciliares, sino que fue aceptada después de que fuera introducida abusivamente en algunos países del norte de Europa. Ahora, hoy más que nunca, es necesario ayudar al fiel a renovar una viva fe en la presencia real de Cristo bajo las especies eucarísticas para renovar y defender así la vida de la Iglesia en medio de las peligrosas distorsiones de fe que tal práctica continúa creando.

Las razones que obligan a esto no son tanto académicas cuanto pastorales – tanto espirituales como litúrgicas – es decir, aquellas que edifican mejor la fe. Mons. Schneider, en este sentido, muestra un encomiable coraje, pues ha sabido entender el significado de las palabras de San Pablo: «pero que todo sea para edificación» (1 Cor 14:26).

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