LA EUCARISTÍA EN LA VIDA DE SANTA TERESA DE LISIEUX
Santa Teresita nos ofrece en sus manuscritos autobiográficos numerosos datos que nos indican la importancia fundamental de la devoción eucarística en su familia y en su vida, tanto de seglar como en el monasterio. Casi en sus primeras páginas nos recuerda una costumbre arraigada desde su más tierna infancia. Su padre la llevaba cada tarde a hacer la visita al Santísimo: “Todas las tardes iba a dar un paseíto con papá; hacíamos juntos nuestra visita al Santísimo Sacramento, visitando cada día una iglesia distinta” (Ms A 14rº).
Siendo muy pequeña quiso dar una limosna a un pobre, que no la aceptó. Entonces se propuso rezar por él cuando hiciera su primera comunión, lo que cumplió varios años más tarde: “Recordé haber oído decir que el día de la primera comunión se alcanzaba todo lo que se pedía. Aquel pensamiento me consoló y, aunque todavía no tenía más que seis años, me dije para mí: «el día de mi primera comunión rezaré por mi pobre». Cinco años más tarde cumplí mi promesa” (Ms A 15rº). Entre sus recuerdos, se destaca luminosamente la participación activa y fervorosa en los actos de culto en honor de Jesús Sacramentado: “Me gustaban, sobre todo, las procesiones del Santísimo. ¡Qué alegría arrojar flores al paso del Señor...! Pero, en vez de dejarlas caer, yo las lanzaba lo más alto que podía, y cuando veía que mis rosas deshojadas tocaban la sagrada custodia, mi felicidad llegaba al colmo” (Ms A 17rº). La asistencia de toda la familia a la Misa dominical es también evocada con sumo afecto (Ms A 17vº). Cuando contaba siete años de edad, escuchaba embelesada las explicaciones que Paulina daba a Celina, como preparación para recibir la Primera Comunión: “Todas las tardes le hablabas del acto tan importante que iba a realizar. Yo escuchaba, ávida de prepararme también, pero muy frecuentemente me decías que me fuera porque era todavía demasiado pequeña. Entonces me ponía muy triste y pensaba que cuatro años no eran demasiados para prepararse a recibir a Dios... El día de la primera comunión de Celina me dejó una impresión parecida a la de la mía... Me parecía que era yo la que iba a hacer la primera comunión. Creo que ese día recibí grandes gracias y lo considero como uno de los más hermosos de mi vida” (Ms A 25rº y vº).
En sus cartas infantiles a la M. María de Gonzaga y a su hermana Paulina (Sor Inés), nos informa de su preparación personal para recibir a Jesús, con un librito confeccionado por la segunda: “¡Qué estampa tan bonita la que trae al principio! Una palomita que ofrece su corazón al Niño Jesús. Pues bien, yo también quiero adornar el mío con todas las lindas flores que encuentre, para ofrecérselo al Niño Jesús el día de mi primera comunión; pues quiero, como se lee en la breve oración que hay al principio del libro, que el Niño Jesús se encuentre tan a gusto en mi corazón, que no piense ya en volverse al cielo...” (Cta. 11). Más tarde, en los manuscritos autobiográficos nos habla de todo lo relacionado con su primera comunión, recordando cada detalle con sorprendente minuciosidad: preparación, libro de oraciones, actos de amor, ejercicios espirituales, cartas recibidas... hasta los cantos y la decoración floral de la ceremonia: “Qué dulce fue el primer beso de Jesús a mi alma...! Fue un beso de amor. Me sentía amada y decía a mi vez: «Te amo, y me entrego a ti para siempre»... Ni el precioso vestido que María me había comprado, ni todos los regalos que había recibido me llenaban el corazón. Sólo Jesús podía saciarme” (Ms A 35rº-36rº). Por entonces no se acostumbraba a comulgar con frecuencia, pero en ella surgen inmediatamente deseos de hacerlo: “Aproximadamente un mes después de mi primera comunión, fui a confesarme para la fiesta de la Ascensión, y me atreví a pedir permiso para comulgar. Contra toda esperanza, el Sr. abate me lo concedió, y tuve la dicha de arrodillarme a la Sagrada Mesa entre papá y María. ¡Qué dulce recuerdo he conservado de esta segunda visita de Jesús! De nuevo corrieron las lágrimas con inefable dulzura. Me repetía a mí misma sin cesar estas palabras de san Pablo: «Ya no vivo yo, ¡es Jesús quien vive en mí...!». A partir de esta comunión, mi deseo de recibir al Señor se fue haciendo cada vez mayor. Obtuve permiso para comulgar en todas las fiestas importantes” (Ms A 36rº).
A pesar de que era sólo una niña, es consciente de que la comunión no es sólo la participación en un rito, sino un encuentro personal y amoroso con Jesús, en el que Teresa queda transformada, “cristificada”. Posteriormente, cuando tiene que permanecer dos tardes a la semana en el colegio para poder entrar en la congregación de las Hijas de María, pasa la mayor parte del tiempo ante el Sagrario, en coloquio amoroso con Cristo: “Subía a la tribuna de la capilla y me estaba allí delante del Santísimo hasta que papá venía a buscarme. Este era mi único consuelo. ¿No era acaso Jesús mi único amigo? No sabía hablar con nadie más que con Él” (Ms A 40vº). El milagro de su conversión, su paso de la infancia a la madurez humana y espiritual, tuvo lugar después de la comunión, al regresar a casa de la Misa del Gallo, “en la que yo había tenido la dicha de recibir al Dios fuerte y poderoso” (Ms A 45rº). Es importante recordar que la lectura de estas páginas llevó al Papa S. Pío X a autorizar la comunión de los niños al llegar al uso de razón y a recomendar la comunión frecuente, cosas insólitas hasta entonces.
En el Carmelo, su amor a Jesús Sacramentado irá creciendo con ella. El mismo día de su entrada, su primera visita fue al coro de las religiosas, que “estaba en penumbra, porque estaba expuesto el Santísimo” (Ms A 69vº). Las frecuentes comuniones y las largas horas de oración ante el sagrario, van a purificar y a madurar su alma como el fuego limpia el oro, separándolo de la escoria. Se conservan muchas anécdotas de su trabajo de sacristana. Muchas poesías suyas hablan del altar, del Sagrario, de los objetos utilizados en la celebración de la Santa Misa, del gozo que experimenta al comulgar, etc. Me basta con recordar una sola, titulada: “Mis deseos junto a Jesús, escondido en su prisión de amor”, en la que se compara con la llave del Sagrario, la lamparilla, la piedra del altar, los corporales, la patena, el cáliz, el vino y el pan (PN 25). También en sus cartas podemos encontrar numerosas confidencias sobre sus vivencias eucarísticas y recomendaciones a sus hermanas y conocidos sobre la adoración al Santísimo y la comunión frecuente.
ENSEÑANZAS DE SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS Y DE LA SANTA FAZ SOBRE LA EUCARISTÍA
En la carta apostólica de Juan Pablo II “La Ciencia del Amor Divino”, el Papa nos recuerda que Teresa de Lisieux “carecía de formación teológica especial” (n 7) y que no podemos encontrar en sus escritos un tratado sistemático de teología. A pesar de esto, sí tiene una doctrina eminente y singular, que ha ejercitado y sigue ejercitando gran influencia sobre la Iglesia contemporánea (cf. n 11). Conocidas son las continuas invitaciones de Hans Urs von Balthasar a tomar en serio las aportaciones de las místicas a la teología: “Nunca la teología de las mujeres fue tomada en serio. Sin embargo, después del mensaje de Lisieux, hará falta, por fin, pensar en la reconstrucción actual de la Teología”. Por lo tanto, aunque Santa Teresita no escribió ningún tratado sobre la Eucaristía, nos vamos a acercar a su experiencia y a sus intuiciones, muchas veces encerradas en la narración de su propia trayectoria vital, así como en símbolos, imágenes y metáforas, que pueden fecundar nuestra reflexión. En el momento central de la Eucaristía decimos: “Este es el Misterio de la Fe”. Efectivamente, ella contiene a Cristo y recapitula todos los misterios de su vida. Por eso se podrían tratar muchos aspectos: el sacrificio, el banquete de comunión, la presencia real de Cristo en las especies consagradas después de la Misa, la construcción de la Iglesia, el anuncio y anticipo de la vida eterna... Por la limitación del tiempo sólo trataremos los tres primeros.
3.1. EL SACRIFICIO DE LA MISA. En los siglos pasados, éste era el aspecto más destacado de la reflexión sobre la Eucaristía. Normalmente se hablaba del “Santo Sacrificio de la Misa” y de su valor propiciatorio. La polémica entre los Reformadores Protestantes y Trento no ayudó a tratar el tema con la debida serenidad. Hoy parece un tema pasado de moda y se ha desplazado el acento hacia otros aspectos. Santa Teresita no se pierde en disquisiciones abstractas, pero puede darnos luz en tan espinoso asunto. Claramente influida por Santa Teresa de Ávila y San Juan de la Cruz, en su vida y en sus escritos resplandece el afecto hacia la persona histórica de Jesús, “la Sacratísima Humanidad, de la que nos viene todo bien”. Por eso prefiere la lectura del Evangelio a cualquier otro libro. En la última página de sus manuscritos autobiográficos escribe: “Sólo tengo que poner los ojos en el Santo Evangelio para respirar los perfumes de la vida de Jesús” (Ms C 36vº). Ella sabe descubrir en la Eucaristía un resumen de los misterios de la vida de Cristo. Por eso, siempre la pone en relación con ellos, especialmente con la Encarnación y la Crucifixión. Poco después de la gracia de Navidad, con solo 14 años escribe en un cuaderno de redacción: “Jesús, para salvar a los hombres quiso nacer más pobre que los pobres... ¿Quién, Jesús, se atreverá a negarte este corazón que tan merecidamente has conquistado y al que has amado hasta hacerte semejante a él y dejarte luego crucificar por unos verdugos despiadados? Además, eso no te pareció todavía suficiente: tuviste que quedarte para siempre cerca de tu criatura, y desde hace dieciocho centenares de años estás prisionero de amor en la santa y adorable Eucaristía”. Como vemos, ya desde tan temprana edad entiende la Eucaristía como una prolongación del “abajamiento” del Señor. En sus escritos, Teresa cita varias veces la afirmación de San Juan de la Cruz: “es propio del amor abajarse”. El que ha querido hacerse pequeño, naciendo de María; el que ha aceptado hacerse débil, entregándose a la muerte; sigue haciéndose pequeño y débil en la Eucaristía hasta el final de los tiempos. Para Teresa, lo importante es la motivación de este triple “abajamiento”: “para salvar a los hombres”. Estamos ante un sacrificio por amor. Este tema es recurrente en todos sus escritos, especialmente en sus numerosas poesías de tema eucarístico. Nos basta una como ejemplo: “Mi corazón robaste, haciéndote mortal y vertiendo tu sangre ¡oh supremo misterio! Y aún vives desvelado por mí sobre el altar” (PN 23, 5). En la Encarnación, Jesús se hizo mortal, asumió nuestra naturaleza limitada y caduca. En la Muerte llevó la Encarnación a las últimas consecuencias. En la Eucaristía se prolonga este misterio, en el que “el Dios fuerte y poderoso” (Ms A 45rº), “se hace pequeño y débil por mi amor, para hacerme fuerte y valerosa, para revestirme de sus armas” (Cf. Ms A 44vº). En la noche de Navidad de 1886, Teresa comprendió que toda la vida de Jesús, desde su nacimiento hasta su muerte, fue “un sacrificio”, una entrega continua y voluntaria por los hombres, olvidándose de sí mismo. También comprendió que la única felicidad posible está en parecernos a Jesús, en repetir su “sacrificio”, olvidándonos de nosotros mismos, de nuestras comodidades y caprichos para pensar en los demás. Por último, comprendió que en la Eucaristía se renueva esa entrega del Señor y se produce un admirable intercambio: Él se hace débil para darnos fortaleza, se hace pequeño para engrandecernos, se humilla para enaltecernos, asume nuestra pobreza para darnos su riqueza. En una preciosa y larga poesía, Teresa recuerda todos los misterios de la vida de Jesús a la luz de este amoroso abajamiento que nos engrandece: “Acuérdate, Jesús, de la gloria del Padre y del esplendor divino que dejaste en el cielo al bajar a la tierra, como un pobre exiliado, para rescatar a todos los pecadores” (PN 24, 1). Continúa recordando la infancia, la huida a Egipto, el tener que ganar el sustento con su trabajo, la pobreza, la sed... para llegar a la agonía de Getsemaní y a la muerte, abandonado de todos, “pues nadie quería creer que fueses el Hijo de Dios, ya que tu gloria estaba escondida” (n 23). Más adelante dedica 4 estrofas al nuevo abajamiento de la Eucaristía, que continúa sometida al abandono, al desprecio, a los ultrajes (nn 28-31) hasta el final de los tiempos (n 33). Con su abajamiento, Jesús se convierte en “Pan del desterrado, que «endiosa» a quien lo come”. No podemos analizar todos los textos en los que se habla de la fecundidad del sacrificio de Jesús, de los frutos de la “entrega” que Jesús hace de sí mismo, pero sí querría recordar que ésta es la causa de la fecundidad de nuestros sacrificios, de nuestras “entregas” por amor: “Yo podré, cerca de la Eucaristía, inmolarme en silencio, exponiéndome a los rayos que emite la Hostia divina. Yo me quiero consumir en esta hoguera de amor...” (PN 21, 3). Al final del Manuscrito B, en el que narra el descubrimiento de su vocación, llega a denominar “locura” el abajamiento de Jesús en la Encarnación, en la Cruz y en la Eucaristía. Dicha locura de amor provoca la locura de la respuesta de Teresa en un amor plenamente confiado: “Verbo Divino, precipitándote sobre la tierra del exilio quisiste sufrir y morir a fin de atraer a las almas hasta el centro del Foco eterno de la Trinidad bienaventurada. Eres tú quien, remontándote hacia la Luz inaccesible que será ya para siempre tu morada, sigues viviendo en este valle de lágrimas, escondido bajo las apariencias de una blanca hostia ... Jesús, déjame que te diga que tu amor llega hasta la locura. ¿Cómo quieres que, ante esa locura, mi corazón no se lance hasta ti ¿Cómo va a conocer límites mi confianza?” (Ms B 5vº).
3.2. LA EUCARISTÍA ES UN BANQUETE DE COMUNIÓN. Todos conocemos el amor de Santa Teresita a la Sagrada Escritura. Ella encontró en la lectura y meditación de la Biblia las luces necesarias para su vida. Sus enseñanzas sobre la Eucaristía son totalmente evangélicas. Un texto tomado de una redacción compuesta con sólo 14 años nos muestra su fina sensibilidad bíblica y litúrgica, algo poco corriente en su época: “La fiesta de Pascua de hoy ¡es mucho más dulce que la de los antiguos israelitas! Entonces ellos no comían más que la carne de un cordero que era la figura de Jesús, mas ahora ya no es un cordero lo que nos es ofrecido, es Jesús, el Cordero sin mancha el que se da a nosotros para comunicar la vida a nuestras almas” (Escritos Primerizos, 33). Semejante sensibilidad nos llama la atención aun más si tenemos en cuenta el ambiente religioso de su época. Conservamos las notas de su retiro de preparación para la primera comunión en el “cuaderno azul”. Hoy nos sorprende que se pudiera usar semejante terrorismo intelectual con unas niñas: “El señor abate nos ha hablado de la muerte, y nos ha dicho que no había manera de hacernos ilusiones, que era segurísimo que teníamos que morir, y que quizá habría alguna que no terminase el retiro... El señor abate nos representó las torturas que se sufren en el infierno. Nos ha dicho que de nuestra primera comunión iba a depender que fuésemos al cielo o al infierno... El señor abate nos ha hablado de la 1ª comunión sacrílega. Nos ha dicho cosas que me han dado mucho miedo”. Al año de recibir la primera comunión, se hacía un nuevo retiro y una nueva celebración solemne, que era llamada la “segunda comunión”. Las notas del retiro no mejoran respecto a las del año anterior: “Lo que dijo el señor abate era espantoso. Nos ha pintado el estado de un alma en pecado mortal y cuánto la odia Dios”. Ante semejante predicación, no es extraño que la gente sencilla no se atreviese a acercarse a comulgar más de una o dos veces al año. Las pláticas del abate Domin provocaron en Teresita una terrible crisis de escrúpulos, que tardó año y medio en superar, aunque no dejó de acercarse a la comunión. Conservamos una nota al final del cuaderno gris (de redacciones escolares), en las que va apuntando los permisos que le da su confesor para comulgar durante los años 1884-85; en total, 22 veces.
En su epistolario posterior hará referencias a esta etapa de su vida y sacará importantes enseñanzas. Veamos un ejemplo en sus recomendaciones a María Guérin, que sufría de escrúpulos y había abandonado la comunión: “Conozco tan bien lo que son esa clase de tentaciones ... ¿Quieres que te diga una cosa que me ha dado mucha pena? Que mi Mariíta dejara de comulgar ... ¡Qué pena tan grande le habrá dado eso a Jesús! Muy astuto tiene que ser el demonio para engañar así a un alma. ¿Pero no ves, tesoro, que esa es la meta que persigue? ... Quiere privar a Jesús de un tabernáculo amado ... Cuando el diablo consigue alejar a un alma de la sagrada comunión, lo ha ganado todo. ¡Cariño!, piensa, pues, que Jesús está allí en el sagrario expresamente para ti, para ti sola y que arde en deseos de entrar en tu corazón ... Vete a recibir sin miedo al Jesús de la paz y del amor ... Es imposible que un corazón «que sólo encuentra descanso mirando un sagrario» ofenda a Jesús hasta el punto de no poderle recibir. Lo que ofende a Jesús, lo que hiere su corazón es la falta de confianza ... Hermanita querida, comulga con frecuencia, con mucha frecuencia. Éste es el único remedio si quieres curarte” (Cta. 92 del 30 de mayo de 1889). Teresa se tomó muy en serio las palabras de Jesús: “El que me coma vivirá por mí” (Jn 6, 57) y estaba convencida de la importancia de la comunión diaria, algo que no podrá conseguir en toda su vida. En la “Ofrenda de sí misma como víctima de holocausto al amor misericordioso de Dios”, exclama: “¡Ay! No puedo recibir la sagrada Comunión con la frecuencia que deseo, pero, Señor, ¿no eres Tú Todopoderoso? Quédate en mí como en el sagrario. No te alejes nunca de tu pequeña hostia” (Or 6). Desde pequeña, ella estaba segura de que el fin principal de que Jesús se haga presente en la Eucaristía es darse a nosotros. La Eucaristía es, en primer lugar banquete: “Jesús convoca a todos sus hijos a acercarse al banquete de los Ángeles. ¡Oh! Qué dulce es la llamada que Él hace oír al alma para rogarle que venga a tomar su puesto en el banquete que Él ha preparado en la inmensidad de su amor” (Escritos Primerizos, 32). En la Eucaristía, Cristo se nos comunica, se nos entrega, quiere entrar en nosotros: “Él no baja del cielo un día y otro día para quedarse en un copón dorado, sino para encontrar otro cielo que le es infinitamente más querido que el primero: el cielo de nuestra alma, creada a su imagen y templo vivo de la adorable Trinidad” (Ms A 48vº). En la Eucaristía nos alimentamos del mismo Cristo resucitado: “Sólo Jesús, oculto bajo los velos de la blanca hostia podrá darme la fuerza ... Voy a recibiros oculto bajo la apariencia de un poco de pan...” (Or Juana de Arco, 883 y 887). En la comunión eucarística se produce un encuentro esponsal entre Él y nosotros. Ya sabemos que Teresa llamó a su primera comunión “un beso de amor de Jesús a mi alma”. En los responsorios de Santa Inés, podemos leer: “Mi corazón es más puro y yo soy más casta cuando toco a Cristo, cuando me da el beso de su boca” (PN 26, 6). Más aún, por la comunión nos transformamos en Él, algo en lo que insiste Teresa en varios textos “¡Oh, qué dichoso instante, cuando entre mil ternuras, me transformas en ti, mi dulce compañero! Tal comunión de amor y tan dulce embriaguez son para mí mi cielo” (PN 32, 3).
3.3. LA PRESENCIA REAL DE CRISTO EN LAS ESPECIES CONSAGRADAS DESPUÉS DE LA MISA. Teresa aprendió desde su mas tierna infancia que Jesús está realmente presente en el sagrario. Ya hemos visto que su padre la llevaba cada día a hacer la visita al Santísimo. La fe de su padre era tan grande que, con frecuencia, se le llenaban los ojos de lágrimas durante la adoración. Esto lo recordará siempre. Ya en el Carmelo, la comunidad reza la Liturgia de las Horas y permanece dos horas diarias de oración silenciosa ante el sagrario. El título de algunas de sus poesías y oraciones es suficientemente significativo: “El átomo de Jesús-Hostia”, “Mis deseos junto a Jesús, escondido en su prisión de amor”, “las sacristanas del Carmelo”, “Oración a Jesús en el sagrario”, etc. Las 15 estrofas de su poesía “Vivir de amor” (la más conocida de todas), las compuso de un tirón durante la adoración del Santísimo solemnemente expuesto el 26 de febrero de 1895: “Por mí vives oculto en una Hostia, ¡por ti quiero esconderme en el sagrario!...” (PN 17, 3). La presencia de Jesús en la Eucaristía es tan cierta, que la compara en varias ocasiones con su presencia histórica sobre la tierra hace 2000 años. Para su hermano espiritual, el abate Bellière, pide a la Virgen: “¡María, dulce Reina del Carmelo!, a ti confío el alma de este futuro sacerdote. Enséñale ya desde ahora con cuánto amor tocabas tú al divino Niño Jesús y lo envolvías en pañales, para que él pueda un día subir al altar santo y llevar en sus manos al rey de los cielos” (Or 8).
A Celina, que le escribe escandalizada porque ha encontrado una iglesia con el sagrario sucio y abandonado, responde amablemente: “En su pasión su rostro estaba escondido, hoy también lo sigue estando. Celina querida, hagamos de nuestro corazón un pequeño sagrario donde Jesús pueda refugiarse. Así, Él se verá consolado y olvidará lo que nosotras no podemos olvidar: «la ingratitud de las almas que lo abandonan en un sagrario desierto»” (Cta 108). Sobre el tema volverá en las cartas posteriores. Para ella, la consecuencia lógica de la presencia de Jesús en el sagrario es el espíritu de adoración. Acepta el valor de la intercesión y la practica, pero coloca muy por encima la práctica de la adoración silenciosa: “Muchas veces, sólo el silencio es capaz de expresar mi oración, pero el huésped divino del sagrario lo comprende todo” (Cta 138). En su presencia no necesita pedir nada ni sentir nada, sencillamente ofrece de manera gratuita su propio tiempo y su propia vida: “Oh, mi admirable Rey y Sol de mi vida. Tu divina hostia es pequeña como yo ... Todas las criaturas pueden abandonarme. Yo intentaré, sin quejas, junto a ti resignarme. Si tú me abandonases, sin tus dulces caricias, mi divino Tesoro, aún te sonreiría ... Yo espero en paz la gloria de la eterna Mansión, ¡pues tengo en el sagrario el fruto del amor!”(PN 52, 11.13-14.18).
P. Eduardo Sanz de Miguel, OCD
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