“ Illumina Domine Vultum Tuum super nos ”

sábado, 1 de septiembre de 2012

Las puertas del silencio



Þ    II. Evitar las discusiones interiores

            Observa, un solo día, el curso de tus pensamientos. Su sorprendente frecuencia y la viveza de tus discusiones interiores con interlocutores imaginarios, te sorprenderán.
            Y esto será sólo si lo referimos en relación para con las personas que te rodean.
            ¿Cuál es su fuente habitual?
            Nuestros disgustos acerca de Superiores que no nos quieren, no nos estiman, no nos comprenden; son severos, injustos o muy estrictos respecto de nosotros, o de otros que llamamos “oprimidos”. Disgustos con nuestros hermanos “incomprensivos”, obstinados, desenvueltos, enredosos o insultantes...
            Se erige un tribunal en nuestro espíritu, donde somos procurador, presiente, juez y jurado; raramente abogado, si no es para nuestra propia causa. Se exponen los agravios; se sopesan las razones; se pleitea; uno se justifica; pero se condena al ausente.
            Quizás se elaboran planes de revancha o tretas vengativas. Tiempos y fuerzas perdidas para quien todo es nada, fuera del amor de Dios. En el fondo, sobresaltos Del amor propio, juicios prematuros y temerarios, agitación pasional que se paga con la pérdida de la paz interior, una disminución de la estima de nuestros superiores y de nuestros hermanos, una consolidación lamentable de la estima que tenemos de nosotros mismos. Grave error; perjuicio cierto.
            Tratándote mal, en realidad nadie te perjudica, créelo. Es amargo, sin duda. Ama ser desconocido y menospreciado. Tú eres Cristo bajo el ultraje y la irrisión. Acepta con un alma dulce y silenciosa, todo mal tratamiento que recibas. El hombre no es mas que un instrumento; es la mano amante y fuerte de Dios la que lo guía y, la que por ella, busca quebrar tu soberbia; doblar tu espinazo. Abstente de dialogar en tu interior, ni siquiera un segundo, con propósito deliberado, sobre los que te hacen algún mal. Nada útil sale de ese pretorio clandestino.
            En el de Jerusalén Jesús callaba. Cuando se levante la tempestad de tu indignación, repite con apacible dulzura: “Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo”. Abísmate en el amor, la gloria, el gozo de las divinas Personas; niégate toda mirada sobre ti mismo. Nada turba la radiante e impasible felicidad de la Stma. Trinidad. La opinión de los hombres no tiene valor ni interés: tú eres, únicamente, lo que ante Dios eres.
            ¿No es una alegría indecible el que El sea el único en juzgar lo más hermoso y puro de ti mismo?
            ¡Oh hermano, si pudieras comprender y gustar la dulzura de ser conocido sólo de Dios! Sé dichoso al irradiar a Cristo, pero no te turbes lo más mínimo porque esa irradiación sea aún demasiado discreta. ¿No estás suficientemente cansado de conversar con los hombres, que aún los evocas en tu espíritu para contarles tus razones?
            ¡Sólo con Dios solo! Él lo sabe todo. Él lo puede todo. Él te ama. Si supieses lo bueno que es tener la cabeza vacía de toda criatura para no admitir más que la imagen de Jesús-Cristo y de María, los reflejos creados más puros del Invisible. Habla con ellos: eso se hace sin ruido de palabras. Las palabras sirven de poco: ve, mira, contempla. ¿Los miembros no son el honor de la cabeza? No apartes los ojos Del divino Rostro del Cuerpo Místico. Es tu papel contemplativo.
            Nuestras discusiones interiores no son, frecuentemente, más que la consecuencia de los altercados del día. Créeme: no discutas jamás con nadie; no sirve para nada.
            Cada uno y cada una están seguros de llevar la razón y busca menos ser aclarado em sus dudas que vencer en una disputa de palabras. Se retiran disgustados, atrincherados en sus posiciones, y la disputa continúa por dentro. Se acabó el silencio y la paz.
            Si no lo tienes que hacer por tu cargo, no intentes convencer. Pero si quieres permanecer tranquilo, pasa la página apenas se inicie la controversia. Acepta ser derribado al primer golpe y ruega dulcemente a Dios que haga triunfar su verdad en ti mismo y en los otros; y, a otra cosa: tu alma no es un forum, sino un santuario. Se trata para ti, no de tener razón, sino de embalsamar a tu alrededor con el perfume de tu amor. La verdad de tu vida testificará la de tu doctrina. Mira a Jesús en su proceso: “callaba” (Mt 26 63), aceptando las injurias; ahora Él es Luz para todo hombre que viene a este mundo (Cf. Jn 1, 9).

Þ    III. Combatir las obsesiones interiores

            Esas ideas o esas imágenes que, con la insistencia de las moscas inoportunas, se imponen a tu atención, no las destruirás ni totalmente ni en todo tiempo; te perseguirán sin descanso y por todos los sitios. Confrontadas pausadamente con pensamientos de fe, su inconsistencia salta a la vista; su valor humilla por la ficticia importância que tienen. No deberían jugar ningún papel en nuestro comportamiento; o un papel al menos muy modesto. No obstante, están en primer plano y reclaman el timón. Em nuestra vida enclaustrada, ¿cuáles son? Creerse menos querido, detestado, perseguido, incomprendido; sentirse celoso o rebelde contra una superioridad real o imaginaria que nos hace sombra en el orden del espíritu, de la estética, del “saber hacer” o de la virtud; inquietarse por los suyos, por su porvenir, o por el nuestro, turbarse, indignarse por la imperfección de los otros; inquietarse por la forma de actuar de personas que no están sometidas ni a nuestra jurisdicción ni a nuestra autoridad. Um temperamento en el que predomina la imaginación y la sensibilidad; ciertas inclinaciones nativas al autoritarismo o al orgullo; un egoísmo no combatido (o combatido flojamente) son prolíficos en obsesiones.
                Un Cartujo propone esta terapia; es buena.
            Primer caso: la obsesión no tiene “fundamento real” (el caso más frecuente). La obsesión es una quimera producida por la exuberancia de nuestra imaginación, de nuestra hipersensibilidad, de nuestra falta de olvido de sí mismo, o por nuestro poço menosprecio de nosotros mismos.
            El procedimiento de fondo, piensa este monje, sería rectificar la misma facultad de juicio (suponiéndola falsa) porque no ve las cosas tal como son en realidad. Entonces, ¿es posible un enderezamiento?
            De todas maneras, escribe, date tiempo para reflexionar. Antes de razonar, deja que se calmen tus nervios y la efervescencia de tu imaginación. Tómate tiempo: algunos días de paciencia y propia pacificación. Verás entonces, por el distanciamiento y apaciguamiento, como todas las cosas toman sus proporciones. Durante el periodo de agitación, guárdate de discutir, de decir, de obrar. La emoción turba la razón; la pasión descarría el juicio; el amor propio lo vuelve injusto.
            Sé humilde; por lo menos lo suficiente como para hacer controlar tu juicio por outro que no tenga ningún interés comprometido en lo que te preocupa, sobre todo si es sacerdote: él tiene gracia de estado para discernir.
            “Un alma - concluye nuestro Cartujo - poco dotada de lucidez natural pero que supiera confesarse y someterse al juicio de un director (incluso si este último no posee mas que un mediano juicio) sería, por eso mismo, librada de muchos escrúpulos, de buen número de pensamientos tontos con los que otra alma estaría obsesionada. Permanece modesto, abierto, dócil: he aquí los grandes remedios contra estas falsas ideas cuya insistencia, exponen a volver desgraciada la vida del solitario y quitarle su nobleza.
            Es una descripción perfecta.
            Segundo caso: la obsesión tiene “fundamento real”. Esto puede darse. ¿Quién no está a veces enfermo, cansado, es incomprendido o perseguido? Y esto con toda verdad.
            La vida de los santos está llena de ejemplos de estos. La Providencia talla, burila, pule, martillea las almas sirviéndose de los que la rodean.
            La persecución por los buenos es también otra de las pruebas.
            Tal idea lancinante, tiránica, puede ser fundada y justa; pero la importancia que toma en nuestra vida, viene a ser excesiva. No es verdad que no podamos ya vivir felices, amar a Dios con paz, santificarnos alegremente. Los defectos, pasiones, faltas, injusticias de los otros, te purifican y te liberan de tu amor propio. En fe y humildad, ofrécete a los golpes de Dios y sé amable con sus instrumentos.
            No es poca cosa el hecho de someterse y batirse en retirada cuando se recibe um agravio. Con Jesús-Cristo, acepta con un corazón pasible y silencioso el ser injustamente molestado. Todo tu ser se revuelve; tu orgullo se resiste; tu sensibilidad se estremece. Más alta que la tempestad, brilla la luz de Jesús: el siervo no es más que su Maestro.
            A los elementos perturbadores, imponles lo que dicta la fe y el amor: ahí es donde está nuestra cruz; mas en la cruz es donde reside la salvación.
Ofrécete como victima, con la mirada puesta sobre Cristo sangrante, envilecido por las magulladuras, el sudor y los salivazos, etc.... Imprégnate, en la oración, Del espíritu de las Bienaventuranzas. Llegarás a juzgar todas las cosas como tu Maestro, y toda pena se te convertirá en alegría.
            “¡El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y me siga!” (Mt 16, 24). Verdaderamente, ¿conoces algún otro camino?

Þ    IV. No tengas preocupaciones de ti mismo

            No le hables a ti mismo de ti mismo. Los momentos de examen sean escasos y breves: algunos minutos al medio día y a la noche. Fuera de esto, no pienses en ti, ni para bien, ni para mal, para no despertar el amor propio ni descorazonarte. Cuando piensas en ti, tu imagen tan grosera substituye, en el espejo de tu alma, a la purísima belleza de Dios.
            Tres cosas turban la limpidez: evítalas.

  1. No critiques las dificultades de la vida
            La vida es un combate: ¿no lo sabes ya? Si es necesario renunciarse, tomar la cruz, seguir a Jesús al Calvario, ¿hay de extrañarse de que haga falta luchar, sufrir, sangrar, llorar?
            Tus dificultades vienen de tu entorno, de tu empleo, de tus propias miserias físicas y morales; de las tres cosas a la vez, quizás.
            En cuanto a la actitud de tu alma respecto a ellas, trázate de una vez por todas uma decidida línea de conducta ante Dios. Y en los momentos de encuentro con esas miserias, actúa en conformidad con la línea trazada. Los monólogos alarmistas no sirven
para nada. Haz lo que puedas; abandona el resto a la misericordia de Dios.
            “Dios lo sabe todo. Lo puede todo, y me ama”: He aquí lo que justifica el abandono.
            Vive al calor de la luz del Salmo XXII: “El Señor es mi pastor; nada me falta”.
            Cada noche, te dormirás murmurando: “Ten confianza: ¡no te ocurrirá nada malo!”.

  1. No sopeses tus penas ni tus sacrificios           
            ¿No has aceptado en bloque todo con tu profesión? “Recibe, Señor...” Cada mañana, en el momento de la Eucaristíala Iglesia te ofrece como víctima pura, santa, inmaculada con Jesús, y tu consientes. Si comprendes el misterio de la cruz y El sentido de tu vida monástica, no te compadezcas de ti mismo. “Dios ama al que da con alegría” (2 Cor 9, 7).
            Deja pues a Cristo sufrir en ti; préstale tu cuerpo y tu corazón, para que pueda “completar en su cuerpo místico lo que inauguró en el Calvario” (Cf. Col 1, 24). De lo contrario, no merece la elección que ha hecho de tu persona. Contempla su bello rostro de la Santa Faz, lacerado y doloroso, vuelto hacia ti. Ofrécele, unido y em calma, el espejo virgen de tu alma: en la tierra, esa es para ti la imagen que agrada a Dios.

  1. No tengas “coquetería” de tu alma
            Haz, en todo momento, la voluntad de Dios, con las fuerzas y gracias del momento presente. No se te pide más. Acepta de corazón tus límites. ¿A qué grado de santidad quiere llevarte Dios? No lo sabrás más que en el cielo. No sondees sus misteriosos designios; no le rehúses nada deliberadamente. Intenta complacerle según tus fuerzas actuales y déjate conducir a donde Él quiera, por sus caminos, sin prisa febril.
            No te aflijas por tus impotencias, ni aun, en cierto sentido, por tus miserias morales.
            Te querrías bello, irreprochable. Es una quimera; orgullo, quizás. Hasta el fin, permanecemos pecadores, objeto de la infinita misericordia, a la que tanto valora Dios.
            No pactes jamás con el mal; permanece desligado de tu perfección moral. La santidad es ante todo algo de orden teologal, y es el Espíritu Santo quien la reparte em nuestros corazones; no somos nosotros quienes la fabricamos.
            Compararse a los demás en materia de virtud, es hastiarse de la propia mediocridad, o creerse situado en la escala de la perfección; todo esto, obstaculiza y hace ruido. Hay santos de todas las tallas.
            Tu elevación queda en el secreto de Dios; sin duda, Él no te dirá nada. Haz lo que esté en tu mano. Ama, ofrece a menudo a Dios la santidad inigualable de Jesús, de María y de los santos vivos y difuntos: todo eso te pertenece a ti, beneficiario de la Comunión de los Santos. Ofrécele la santidad global del Cuerpo Místico de Cristo: eso es lo que glorifica al Dios. Tú eres miembro de ese Cuerpo, el menos noble quizás, pero no sin utilidad. Di con convicción y serenidad: “Santa María, Madre de Dios, ruega por mí, pobre pecador”. Y vive en paz bajo las alas protectoras del Dios que te ama.

Þ    Conclusión

            Por la gracia de Dios, observa estas cosas con toda paciencia y fidelidad. La paz descenderá a tu alma; el silencio la envolverá.
Sobre el espejo calmado de las aguas purificadas, resplandecerá la imagen de la Santísima Trinidad.
            ¡Es tan hermoso un corazón puro y solitario bajo la mirada de Dios! No hay más que un canto. El de la eternidad:

            ¡Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo!
            ¡Amén!

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